Solo pensaban el uno en el otro. Por fin decidieron verse a mitad de camino. Su trabajo les había separado. Él era un joven soldado. Un soldado raso, que ganaba muy poco, reiniciando su vida tras una etapa algo convulsa. En su momento tomó caminos equivocados. Había dejado los estudios, para dedicarse a la juerga como única ocupación. Desperdició unos años preciosos con la bebida y se metió además en muchos líos: un indeseable. Hasta que la conoció. Al principio era solo un motivo de orgullo para él haberse ligado una chica como aquella. Pero de pronto se dio cuenta de que era distinta y de que le estaba ocurriendo algo que no tenía previsto. La necesitaba continuamente con él. Hasta que un día tuvo que reconocer que la quería desmesuradamente. Llegó a creer que, dejando la bebida, sus sentimientos no serían tan extremos, como si lo que estuviera experimentando fuese algún efecto tóxico adicional del alcohol. Pero no era eso. Empezó a pensar y a madurar. Haría lo que fuera por no perderla. Entonces deseó fuertemente encauzar su vida, y como no tenía otra cosa en la que trabajar, se alistó en el ejército.
 
Ella vivía aún con sus padres en Barcelona. De buena familia, universitaria, culta.  Sonreía triste en la cafetería de la facultad cuando sus amigos le proponían salir. Esta noche no puedo. Estoy muy ocupada, tengo que estudiar. Nos vemos en clase.
Volvía a casa en transporte público. Le encantaba sentarse en el autobús. Tenía la desgracia de haber caído verdaderamente enamorada, como quien contrae una fiebre incurable que sabe que va a acabar con su vida. Allí, en su asiento del bus, veía las calles durante ese diciembre tan gris, cargado de días sin luz, y miraba a la gente, pero soñando con él. Su enfermedad le hacía disfrutar la dulce herida de amar y sin darse cuenta, se recreaba en su sufrimiento mirando los árboles y las palmeras de la Diagonal. Los palomas, las flores, las fuentes, los niños… las parejas… Todo le parecía dolorosamente bello. Sacó de su bolso un sobre roto por un borde con una carta manuscrita que quería releer. Solo le decía que la quería, que la recordaba continuamente, como ella a él. Pero lo decía con una pasión  que le desbordaba por los ojos. Sin saber por qué, lloraba, hasta el punto de llamar la atención de varios desconocidos que le observaban llenos de compasión. Incluso hubo una señora que se emocionó también al verla mojando de penas su carta.
 
Sacó de la mochila su bolígrafo y, en un bloc de espiral con cuadritos, comenzó a escribirle una respuesta:
“Querido soldadito mío. No sabes cuánto me duele que te vayan a mandar a África. Estoy aquí, llorando en el autobús como una tonta. No me digas que todo esto lo haces por mí, porque yo no puedo soportarlo. He leído lo de tus guardias en la nieve, y tus maniobras en los días de la gota fría. Yo sé que eso no es nada para ti. Pero no soporto que te vayas tan lejos y por quién sabe cuánto tiempo, arriesgando tu vida. Sabes que mi padre podría darte un trabajo en su fábrica. Él me dijo que sí, que te lo daría. No seas tan orgulloso. Además me dices que por fin no podremos vernos estas Navidades ni en Noche Vieja tampoco. He pensado que vamos a hacer una cosa. Aprovechar tu día libre, el que tienes antes de marchar a África. Tú puedes tomar el expreso de Vigo. Y yo también. Podríamos quedar en una población a medio camino. Logroño, quizás. Sé que solo podríamos vernos unas horas. Ese tren es de los viejos. Quizá sean 12 horas de ida y otras tantas de vuelta. Pero podríamos estar juntos un poco, hace casi dos meses que no nos vemos. Estar sin tus besos es muy duro para mí. Y te daría tu regalo. Querido soldadito mío, tus cartas son preciosas, como tus ojos y tus dientes blancos. ¡Cómo no voy a estar loca por ti! Me gustaría enseñarlas a mis amigas, a mi familia, a todos… que todos vieran lo bien que escribes. Pero no lo haré si tú no me dejas”.
 
Días después le dieron la carta en la compañía, cuando estaba rodeado de compañeros. Él leyó la carta muy serio, y un par de amigos del cuartel bromearon a su costa al verle la cara. Uno hacía como que tocaba el violín detrás de él mientras leía la carta.
-No te lo creas, tío. Te dice eso, pero estará en este momento con un senegalés,  de los que la tienen así de gorda.
Él le contesto con un certero gorrazo en la boca e inmediatamente añadió:
-Bueno tíos, ¿Sabéis que? Me da igual lo que digáis. Me iré a Logroño mañana en mi día de permiso.
 
Analizaron la operación entre todos los amigos, como si fuera un ataque sorpresa a una posición enemiga. Era muy peligroso no estar de vuelta puntualmente. Se le podía caer el mundo encima por no estar a tiempo en semejante ocasión. Antes de movilizarles no debían irse lejos. Calcularon bien las combinaciones posibles. De nada sirvió que le dijeran que solo podría verle unos cincuenta minutos. Y eso si no había ningún contratiempo típico de esos trenes que ya estaban siendo retirados. Uno de sus mejores amigos les decía como explicación a los demás: “Es que le ha dado muy fuerte al tío”.
-Como llegues tarde, te va a caer un puro, chaval, pero uno de verdad.
 
Ambos subieron al tren a unas horas intempestivas, cada uno desde su rincón de la península. El trayecto fue largo. Los dos iban el uno hacia el otro atravesando una España tomada por nieblas impenetrables y nieves inoportunas, escuchando el famoso traqueteo de las viejas vías.   El tren parecía no tener calefacción. Estaban cansados, sensibles. Él miraba el reloj: apenas habían recorrido 80 kilómetros y el tren ya acumulaba un importante retraso. No podría verla, estaba casi seguro.
 
Ella estaba contenta. Un señor que se subió en Lérida le preguntó si el asiento de al lado estaba libre. Quitó de esa butaca un paquete de regalo que llevaba para su chico, la palabra novio no le gustaba nada, y lo depositó en la mesita abatible. Sonrió… Estoy ilusionada como una tonta, se dijo.
 
Frio, hambre, sueño… ¡Y muchos nervios! El tren de él llegaba a Logroño con mucho retraso. Miró la hora. El tren de vuelta de ella ya habría salido de Logroño. Contaba con que su chica de pelo castaño y labios dulces, dejaría partir ese tren y sacaría otro billete para volver más tarde a Barcelona y lograr verle. Lo malo es que incluso su propio tren de vuelta saldría enseguida y ese si que no lo podía perder. Él debía tomarlo forzosamente. Era un soldado y no podía tener problemas bajo ningún concepto justo cuando tenía que salir hacia un país en guerra, aun siendo supuestamente una misión de paz. Estaba a punto de meterse en otro lío. Las paradas en las estaciones le parecían eternas. Ese sonido raro de las voces de fuera amortiguadas mientras el tren no se movía le sonaban extrañas. ¡Que subieran ya todos de una vez!
Por fin el tren llegaba a Logroño. Se levantó el primero para no perder ni un segundo. No dejaba de mirar el reloj. Se sentía muy triste pero se había propuesto no dejar de sonreír cuando ella estuviera delante. Por la ventanilla de la puerta la vio con su trenca marrón y su melena. Solo medio segundo, porque el tren en su frenada la pasó de largo. Cuando abrió la puerta del vagón, la vio corriendo hacia él. Se abrazaron hasta el punto de hacerse daño. Ella no separaba la cabeza de su hombro cuando él trataba de besarla porque estaba llorando y no quería que la viera, así que solo podía alcanzar a besarle la oreja. Así estuvieron un rato hasta que ella se echó a reír y secándose las lágrimas y los mocos como una cría le dijo que le iba a dejar una oreja más pequeña que la otra. Solo les quedaban unos minutos. Vamos a tu andén, es el número 3. Llegaron al lugar donde estaba su tren a punto de salir  de vuelta hacia Vigo, y ella le dio su regalo. La niebla era muy espesa. En ese momento anunciaron que su tren de regreso estaba a punto de partir.
-Métete, corre, métete.
Se subió corriendo y ella se quedó junto a la puerta. Luego volvió bajarse unos segundos para volver a abrazarla y darle el beso que ambos habían soñado.
Ella le dijo sonriendo: 
-Me encantan tus cartas. Son especiales. Aunque haces que me pase el día llorando.
Él, como respuesta, sonrió un poco triste mientras rasgaba el papel de regalo. Era un libro. No tenía título. Lo abrió y pudo ver que las páginas estaban vacías. Subido al tren la miró extrañado y ella con ojos brillantes, dijo poco antes de que el tren arrancase:
-Quiero que escribas. No solo cartas… Quiero que escribas. -dijo ella.
El resto fue una conversación gestual desde la ventanilla. Le mandaba besos, y hacía un movimiento con la mano como de escribir en el aire con una pluma invisible, mirándose. Mientras el tren, al alejarse, se clavaba en un aire frío y opaco y la carita de la chica, cortada por el viento, se desvanecía en la niebla.
Enrique Brossa
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