La adolescencia es algo persistente en mi manera de ser. Es mi enfermedad crónica. Aprendo a sobrellevarla, pero los síntomas nunca remiten del todo. Y seguramente por eso tiendo a extrapolar esta particularidad a todo y a todos.

Por ejemplo, creo que escribir implica regresar a la adolescencia. Volver a los sueños, a la creatividad y a la imaginación. Es magnífico.

Pero como en la adolescencia, el escritor vive el estirón. Esto quiere decir que de pronto se acelera el crecimiento, lo cual ilusiona a todo adolescente. Sin embargo le supone tirar la ropa que antes le iba bien, depositar todos los zapatos en el cubo de la basura, poner a disposición de parroquias y entidades sin ánimo de lucro los viejos juguetes, el mítico tren eléctrico, los indios de plástico, los cuentos de animales quizás… Todos sufrimos de cierto apego y esto provoca melancolía, atenuada por el entusiasmo de convertirse en adulto. Del mismo modo, el autor, constata también que lo que creía excelente, un buen día ya no le vale. Se le han quedado esos pantalones un palmo por encima de los tobillos. Lee sus escritos, que pensaba que eran una cumbre y ve que no lo son. De hecho solo muestran sus enternecedoras ensoñaciones infantiles. Por un lado es debido a que ha dado el estirón. El escritor ha crecido, se ha hecho más adulto: gran noticia. Pero por otro… yo que ya me creía mayor…. y casi no he escrito nada todavía que de verdad valga la pena, te dices.

Y sé que dentro de unos años, el sentimiento que tengo ahora al encontrar que aquellos relatos eran mi infancia artística, al pensar que al fin ya he madurado mucho… dentro de unos años, decía, me daré cuenta de que esta sensación de crecimiento que experimento hoy… todavía era juventud.
Enrique Brossa

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