Faldea reseca una ladera suave , y contrasta entre pinos y arbustos, igual que rasparía la vista una arpillera de saco entre cortes de tejidos verdes de seda.

Tu naturaleza es empecinada como ese campito amarillento entre tonos nacientes aún de primavera. Sé que no hay muerte en aquel terreno ni en ti. Quizá se mantenga en tu finca siempre el frío en el que la vida solo resiste invernando sin casi latir; acaso esté, al contrario, el maduro y seco campo trillado, dormitando bajo el estío, y exhausto ya de tan fértil. Gustoso y cansado de entregar siempre el grano y la fruta.

Tú quieres ser otra cosa, sonreír de otra manera. Miras ese verdor que te rodea en alegre explosión de clorofila, porque se cree nuevo, como todos nos hemos creído alguna vez. Sin envidia, ni reproche, indulgente, quieres ser el campo amarillo agotado y sabio. Si te plantaran pronto te cubrirías de hojas y te reirías con los demás. Pero entre tanto, no está mal ser tierra seca, baldía, gastada, dorada, ya de vuelta, que observa el paisaje sin ser parte de él, alentando un sentimiento más propio y profundo. Porque la tierra y la piedra son más viejas y genuinas y ecuánimes que la festivalera y dramática peripecia de la vida.

Descubro en ti la perspicacia de quien ni juzga ni piensa. Ese es el enigma de tus ojos. No pensar. Solo sentirte a la vez bien y mal, tras haber demostrado generosidad y entrega, como aquel terreno de rastrojos.

Un día iré hasta allí. Sin reparar en las sombras frescas de las hayas, pasare de largo y llegaré directo hasta esa pajiza mancha cerca del horizonte, y me sentaré contigo. Compartiremos tu silencio y arrugaremos juntos los ojos bajo la luz implacable del tiempo y del sol.

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