Se junta todo algunas veces. El tiempo que está haciendo es raro para estos lugares: mezcla de sol, humedad y calima. Miras el horizonte y la Sierra de Madrid parece como si hubiera sido apartada de su sitio. ¡No está! Sólo ese cielo pardo. Todo se adormece bajo una luz extraña. Hoy el sol tiñe el paisaje de sombras en vez de iluminar. Es como si el mundo hubiera quedado atrapado en una fotografía en sepia.

Luego llegan las malas noticias, y las que son extrañamente buenas, como si fueran la preparación de un acontecimiento previsiblemente trágico. Las nuevas personas que están influyendo en tus cosas; los cambios de etapa importantes… En mi camino hay que doblar una esquina.

Miro hacia atrás. ¿Y qué veo? Hay un trasiego de semanas y años que mezclan imágenes y realidades descarrilando de la línea del tiempo. Años sin memoria. Sé que los he vivido… pero no recuerdo cuándo.

Salgo a la calle y me siento distinto. Conduzco como un personaje. Camino como él. Llevo los hombros de otro modo. Respondo de distinta manera. No acierto a sonreír como suelo hacerlo. Percibo que la gente nota algo especial. Todo lo hago como un personaje. Ése que quiere escapar de mi interior. Me está llamando a la puerta. Golpea con los nudillos desde el interior de mi pecho y me envía mensajes a los oídos usando mi propio cerebro.

-¡Espérate un momento! -le digo-. Enseguida llegaré a casa. ¿Qué me quieres decir? ¿Qué me quieres contar? Y antes que nada: ¿Quién eres tú?

Me da miedo que desaparezca. Debo contactar con él. Dejo aparcado mi coche en doble fila con los intermitentes encendidos y salgo casi corriendo. Alguien me pita primero y seguidamente me increpa, pero yo hago como si no me enterase. Me muevo como un personaje. Él sigue ahí, mis piernas parecen las suyas, las de un aventurero que llega a la ciudad, siento el roce de un sombrero en mi cabeza. Está saliendo, está saliendo de dentro de mí. Yo nunca he tenido un sombrero. ¡Va a salir ya! Acelero el paso y descendiendo por una escalinata a grandes zancadas, me meto en una cafetería muy oscura y sucia. Pero se trata de una emergencia.

–¿Qué le pongo?

Mientras me quito la chaqueta de sport, que no reconozco, y la coloco en el respaldo a toda prisa le respondo:

–Necesito un café con leche, y, papel. Y si no tiene folios, o una libreta, un paquete de servilletas y un bolígrafo. Por favor. ¡Yo se lo pago!

–No hace falta –se me queda mirando y añade–. Aquí no vendemos ni servilletas ni bolígrafos. Tiene prisa por escribir ¿eh?

No le respondo.

Miro el color ocre del viento y la Sierra desaparecida desde el ventanuco del semisótano. Arrugo los ojos al mirar el resol que me deslumbra. El camarero deja, o casi tira, sobre la mesa un bolígrafo roñoso y una grasienta caja de plástico dispensadora de servilletas traslúcidas, con la marca de un vermut. El viejo artefacto incorpora un cubilete para palillos a un lado. ¿Quién podría ser tan audaz como para meterse en la boca una de esas astillas con mugre, como de segunda mano?

–¡Todo eso es gratis! Ahora traigo el café.

El camarero es muy obeso y tiene aspecto árabe.

Cojo la primera servilleta de papel, la arrugo y la tiro al suelo rápidamente, convertida en una pelotilla, ante la cara indignada del camarero. Abro la segunda servilleta, casi transparente, y empiezo a escribir en ella:

Y… ¡Ya está aquí!

“El espíritu de aquella existencia que había arrastrado en tiempos parecía resurgir en los días de bochorno y calima tan frecuentes en ciertos territorios recónditos de Túnez”. ¿Túnez? ¿O mejor Orán?

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