No se pueden retener los buenos momentos. Hacerse mayor implica admitir realidades. La vida es cruel y nos proporciona instantes en los que querríamos quedarnos a vivir para siempre, pero más tarde, el tiempo acaba quitándonos todo. Nos expolia con lenta delectación hasta dejarnos indefensos y desnudos. Sin padres, sin infancia, sin amor, sin canción, sin sorpresas, sin amigos, sin salud, sin fuerza, sin fe, sin confianza, sin vida. Algunos dicen que a ellos no les pasará eso. Bien, estoy dispuesto a discutirlo en otro momento. Pero la verdad se resume en que atrapamos cosas que se convierten en nada. Agarramos nuestros trapos y nos los arrancan los días a tirones o simplemente los convierte en polvo para llenar el gran reloj de arena que nadie ha logrado invertir, el que siempre mide la existencia dejando que todos los granos se acumulen engullidos en un depósito llamado “antes”. Especialmente los instantes de felicidad, no podemos retenerlos, ni parar los relojes. He dejado de pensar en el pasado. Me he independizado de él. Hay que emanciparse. El pasado es como un buen padre, al que le debes todo, pero no le debes nada. Ni es posible devolvérselo, ni quiere que lo hagas. De los grandes instantes significativos pretéritos sólo me queda el respeto. Conservo el respeto. Quizás escribir como cualquier otra actividad artística, sea rendir homenaje al asombro, al descubrimiento, a esa sensación momentánea de sabiduría que se nos escapa como el resplandor de un fósforo. Yo respeto esos momentos de felicidad con significado. Me abstengo de comportarme de modo desconsiderado con lo que un día sentí con intensidad. No lo pisoteo. No lo deshonro. Si no sabes lo que significa respetar esos minutos grandiosos, acaso no los has vivido, o quizás no respetas tampoco tu vida, y la profanas, la desbaratas. Porque esos instantes son en el fondo toda tu vida. He dejado de importunar al pasado con mis visitas, porque eso es desconsiderado con él. En cambio, cuando es él quien viene a por mí, lo trato con respeto, lo agasajo, lo venero como al antepasado que es. Le hago saber que no olvido lo mucho que debo a ciertos episodios en los que mi vida adquirió otra profundidad, otro sentido. Después le dejo partir.
He grabado en mi memoria una fragancia, una sombra y una luz, una mirada junto a unas tablas, una canción y una sonrisa. Colecciono estos tesoros, sin añorar nada. Sé que son irrepetibles. Pero los admiro porque fueron puros o porque yo creí que lo eran. Son figuras de cristal del bueno en la vitrina de los momentos ya acaecidos. Son símbolos, y mantienen su significado. Perdida la fe, toda la fe, la fe en todo, seguiré mirando con devoción tanto las cruces como los atardeceres. Siempre. Enrique Brossa
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