Queda la llama que tiembla sobre la mesa junto a la cerveza sin alcohol. Quedan las noches y el disfrute de aspirar la música y el humo; estar bien con uno mismo, asomado sobre la balaustrada del tiempo detenido entre sorbos. Y el aliento fresco de la brisa urbana. Queda la mirada firme de quien vive emancipado de cualquier expectativa. Queda el ahora. Quedo yo, redescubriendo mi fuerza.

Todavía queda mucho.

Queda el camino de luces que me lleva a casa, impersonal pero al mismo tiempo grandioso, imponente. Y el momento de irme. Mi saber estar, mi saber faltar. Mi no pensar, no preguntarme más. Nada importante puedo comprender ya si no lo he logrado hasta hoy. Es en este aire tibio que me alivia donde encuentro la mejor respuesta a mis incógnitas. Quedan el aire y el ritmo. El ritmo me ayuda a ir y a venir y genera en mi cuerpo una ilusión de elasticidad y entusiasmo. De dirección, de beligerancia y de victoria. Subo la voz de la radio y bajo las lunas de las ventanillas. El ritmo, más que el motor, es el viento que empuja mi nave. El coche surca la avenida, infladas sus velas por un vendaval surgido de percusión y guitarras.

Siguen la música y el aire fresco. Los edificios se inclinan reverenciando aún a lo que queda, a lo mucho que queda, subiendo por la Castellana.

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