El día debería estar muy nublado. Sí, así es. El día debería estar muy nublado y hoy hace un tiempo estupendo. El cielo no se nubla por mí. Es como aquella vez en la que me castigaron sin recreo en el colegio. El resto de los niños salieron gritando al patio y se divirtieron mientras que yo tuve que permanecer de pie, por malo, junto a la cesta de la que sobresalían los sticks de hockey. El mundo sigue a lo suyo, dando vueltas como un idiota, y el sol brilla como si nada cuando tú recibes una información oscura. Oigo piar y veo los flecos del toldo de mi terraza temblando por las caricias de un aire limpio de montaña que se desliza por un azul intenso. Si esto fuera un relato el escenario sería disonante con mi peripecia. La atmósfera no respeta mi dolor y los astros tampoco.
-Será que no se han enterado, Enrique.
-Será por eso.
Me queda el recurso a la esquizofrenia de hacerme yo comprender, razonar, dialogar, conmigo mismo.
-Vamos, no te preocupes. Quizás nada de esto esté ocurriendo.
– Quizás no.
Y luego añado:
– Quizás sí. Quizás la realidad sea real.
– ¿Pero no ves el sol? ¿Crees que brillaría así si… ?
Me interrumpo y me hago callar:
– ¡Bah! Cualquier cosa cabe esperar del sol.

Suspiro.

Los flecos del toldo siguen saludándose con los de otras casas y mientras yo y yo, seguimos ambos conversando.
– ¿Y si me río?
– Sé lo que quieres decir. Te refieres a tu cinismo desesperado.
– Romper a reír ya que no logro llorar.
– No sé si eso te hace más o menos daño.
– ¿Más o menos daño que qué?
Pienso la respuesta y digo.
– No lo sé, la verdad, no lo sé.
-Algunas veces no hay alternativas.

Al final, ni yo mismo me puedo consolar a mí. Ahora somos dos yos sumidos en la perplejidad y la pena. Creemos que sí, que lo mejor será mi cinismo desesperado.

– ¿Y después?
– Estallará el obús.

Miramos al suelo.

-Sí.

El campo tiene un verdor brillante y renovador, es decir, que tampoco se compadece.
– A lo mejor el verde brillante y renovador es una señal que debes interpretar.
Y me contesto.
– A lo mejor no -con las cejas arqueadas y especulativas-. A lo mejor el verdor no es nada. Solo la función clorofílica y la estación del año.
– También puede ser. A lo mejor no es nada.
Callamos yo y yo. Uno de los dos ya se cansa y siente la necesidad de acabar la conversación e irse de allí.
– Me largo.
– Vaya, pues vete. Eres (soy) igual que los niños de mi clase -me reprocho-; igual que la atmósfera y los planetas. Indiferente a mi tragedia. Ni yo siento ya pena por mí.
– Es lo sano, y lo sabes. Eres fuerte.
– Vale.

Vuelvo a escuchar a esos pájaros. Me voy a pasear el perro mientras que yo me quedo pensando un poco más. Pero antes me digo:
– En algo te doy la razón.
– ¿En qué?
– Cualquier cosa cabe esperar del sol.

Y me voy dejando en el aire la gran frase pretenciosa de la mañana mientras yo me quedo en el sitio. De pronto me asalta una duda.
– ¿Pero eso no lo había dicho yo?

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