No sabes lo importante que es tener un buen lector o lectora. Mejor un centenar, o varios centenares de millares, es evidente. Pero al menos uno.
Un buen lector tiene la virtud de inspirarte. He dicho la virtud porque como hace muy buen día en Madrid con un sol brillante y una temperatura civilizada y acabo de recibir una noticia medio buena… estoy en plan positivo. Un buen lector puede poseer ese don de inspirarte, pero también puede contar con el poder de infundirte ocurrencias y mimbres para trenzar la escritura de bodrios, o, lo que podría ser incluso peor, quitarte las ganas de escribir.
A la gente le gusta mucho escribir en redes sociales y comprobar cuántos amigos y amigas va amasando. Eso les genera una satisfacción un poco avarienta, de contar amigos como quien acumula doblones de oro. Pero mucho más afecta recibir comentarios positivos.
Yo un día puse una parrafada de uno de mis escritores favoritos. Un texto que a mí me parecía sensacional, pero en las redes sociales pasó sin pena ni gloria. Otro día puse algo como “buenos días, ¿a quién le apetece un café?” junto con una de esas fotos de desayunos, y en el instante en que no pude evitar cerrar los ojos por causa de un estornudo obtuve 67 me gusta, 42 me encanta, 23 me sorprende, 40 me importa, 9 me pone,, 12 me siento berraca, y un número que no me anoté de comentarios de entusiasmo, tipo, ¡campeón! ¡guapo! ¡español ¡bonito! ¡precioso! ¡torero! Alguno rozando la procacidad. Y dos textos que solicitaron mi colaboración para poder ser madres, (uno de ellos era de un calvo). Yo, como soy muy alérgico, un campeón en la categoría olímpica de rinitis, tiendo a medir el tiempo en estornudos, y al cabo de tres espasmos más, ya había batido mi récord de reacciones de apoyo. ¡Por decir que quiero un café!
El mensaje que las redes te mandan es claro. No trates de parecerte escribiendo a Alejo Carpentier. Mejor comunica bobadas y serás popular en este barrio. No quieren literatura, sino relacionarse. Para eso es una red social. Para hacer amigos. No dudo de que puedas lograr el tipo de seguidores a los que les interese tu literatura y el día de mañana les apetezca comprarte tú última obra, o hasta la trilogía vampírica esa que siempre andas planeando. Pero para eso tienes que tener claro a qué público vas. Si tus lectores favoritos, aquellos a los que les podría cuadrar lo que tú escribes, deberían ser amantes de la ciencia ficción que tú escribes, encontrar el aplauso día tras día, durante años, de lectores de romances históricos imaginarios, de cleopatras despechadas o de atilas enamoradizos… puede acabar pasándote factura. Tú acabarás incluyendo marcianas tan despechadas como las cleopatras, y tus habitantes de Vulcano recibirán de las marcianas calificativos como “embriagador”, y dirán que se sienten “poseídas por el deseo en todo su ser” y aquello serán las 400 sombras más oscuras todavía, pero de Júpiter. En definitiva, provocarás graves acontecimientos intestinales en los verdaderos amantes de la ciencia ficción y como respuesta a tales trastornos, te perseguirán por la calle, pero no para que les dediques tu libro, sino para metértelo abierto por la cabeza con derroche de violencia, más que de cariñitos.
Para mí es importante que opine aquel cuya opinión valoro. Pero claro, no podemos abusar. No está siempre ahí con veintisiete horas libres para leerte a ti.
Lo mejor es tener algunos lectores imaginarios. Alguien como Fulano. ¿Qué pensaría de lo que escribo? Pero eso… ¿No es un poco alienante? ¿Quién se ha creído que es Fulano para que yo intente agradarle con mis escritos? De pronto, ése cuya opinión te parecía valiosa casi es despreciado. ¡Que me dejen en paz todos los supuestos opinantes de alta categoría!
Hasta que por fin tengo un punto de vista nuevo. Hago sonar un chasquido con los nudillos, qué costumbre tan fea, y de modo triunfal muestro mis bíceps como si fuera un forzudo… cosa que… Bueno, que, de modo triunfal, muestro mis bíceps a nadie, ya que estoy solo, como debe estar un escribidor, y con un brillo especial en la mirada me digo: ¡Eureka! La pregunta es: ¿Qué opinaría yo de lo que yo he escrito si no supiera yo que he sido yo el que lo ha escrito?
Repito mucho yo, porque he experimentado una epifanía y sé que solo debo atenerme a mi propio juicio. Entonces releo el texto esforzándome en analizarlo como si fuera el texto de otro, pero esta vez leído no por otro sino por mí.
Es muy fácil. Dejas tus escritos encima de una mesa como por descuido y a la mañana siguiente te los encuentras y dices:
–Vaya. ¿Quién se habrá dejado esto aquí? Voy a leerlo a ver qué opino, aunque seguro que no lo he escrito yo…
Tras unas cuantas líneas de revisión objetiva, me pregunto yo a mí:
–¿Y bien?
–¿Qué pasa? –me contesto yo.
–Que qué tal me ha parecido mi texto a mí –me respondo.
–Pueesss…
–¡Vamos, con sinceridad!
–Mejor… Mejor pregúntale a otro yo, si no te importa. No quiero tener que ser precisamente yo cruel conmigo.